Paolo y Francesca
El Infierno se les antoja un Paraíso porque al menos están exonerados del tormento de callar su amor.
Marco Denevi
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Oficios navideños
Patricio siempre dice que el
momento propicio para robar un banco es el 24 de diciembre a las doce de la
noche cuando el escándalo de los petardos disimula el estruendo de la molotov
que hace añicos la caja fuerte.
Por lo general lo dice después de las doce, después del brindis con la familia, en el bar de siempre, con los amigos de toda la vida. Alguien le recuerda que es portero de escuela hace treinta años. Más a mi favor dice, ¿quién va a sospechar de un portero de escuela?, y agrega nuevos detalles al golpe.
Fabian Vique
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El ajolote
Acerca de ajolotes sólo dispongo de dos
informaciones dignas de confianza. Una: el autor de las cosas de la Nueva
España: otra la autora de mis días
¡Simillima mullieribus! Exclamó el
atento fraile al examinar detenidamente las partes idóneas en el cuerpecillo de
esta sirenita de los charcos mexicanos.
Pequeño lagarto de jalea- Gran gusarapo
de cola aplanada y orejas de pólipo coral. Lindos ojos de rubí, el ajolote es
un lingam de transparente ilusión genital. Tanto que las mujeres no deben
bañarse sin precaución, en las aguas donde se deslizan estas imperceptibles y
lucias criaturas. (En un pueblo cercano al nuestro, mi madre trató a una señora
que estaba mortalmente preñada de ajolotes.)
Y otra vez Bernardino Sahín: “… y es
carne delgada muy más que el capón y puede ser de vigilia. Pero altera los
humores y es mala para la continencia. Dijeron que los viejos que comían
axalotl asado que estos pejes venían de una dama principal que estaba con su
costumbre, y que un señor de otro lugar la había tomado por fuerza y ella no quiso
su descendencia, y que se había lavado luego en la laguna que dicen Axoltitlan,
y que de ahí vienen los ajolotes”.
Sólo me queda agregar que Nemilov y Jean
Rostand se han puesto de acuerdo y señalan al ajolote como el cuarto animal que
en todo el reino padece el ciclo de las catástrofes biológicas más o menos
menstruales.
Los tres restantes son la hembra del murciélago, la mujer, y cierta mona antropoide.
Juan José Arreola
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Luna llena
El largo viaje ha sido calmo,
sin contratiempos.
-Me imagino que está nerviosa.
Es su primera experiencia.
-No, sólo curiosa- y lo mira
serena. Recostada junto al piloto, pareciera dormir.
.¡Despierte!- y la remece
suavemente. nos estamos acercando al final del viaje ¡Mire qué esplendorosa
está la luna llena!
-Sí, se la ve muy clara y tan
cerca.
-Va a ser peligroso el
impacto- y le aprieta la mano con firmeza.
La camioneta enfila hacia atrás y rompe la cortina metálica con violencia. Bajan del vehículo y caminan hacia el interior de la joyería a esa hora desierta. Un alunizaje perfecto.
Manuel Pastrana Lozano
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Los libros
Tengo un libro titulado El reino
de los réprobos. Tengo otro que se llama Relatos. Tengo uno de tapa verde
Respiración artificial. Y uno francés Robespierre. Todos los libros que tengo
empiezan con erre. Todavía no leí ninguno. Compré algunos en la avenida
Corrientes y otros en la Feria del Libro.
Un día de estos los voy a
leer y después los voy a vender. ¿Para qué los quiero si ya los leí? Además,
¿quién va a notar que los usé? Es posible que los compradores no los lean. El
otro día un tipo dijo por la radio que se venden libros pero que mucha gente
los compra y no los lee. Lo dijo en un tono despectivo, subrayando el ‘pero’ y el ‘no los lee’. Yo no estoy de acuerdo con
él. A mí me parece bien que la gente compre libros y no los lea, Así los
escritores ganan plata y pueden comer, y la gente puede ocupar su tiempo en
cosas más importantes.
Yo creo que con los libros va a pasar algo parecido a lo que ocurrió con las cacerolas de los incas. Las cacerolas fueron hechas por los incas para calentar la sopa. Sin embargo, hoy están en el British Museum para que los turistas les saquen fotos. Por eso yo digo: si nadie se queja de que los peruanos no calienten la sopa en la cacerola de los incas, ¿por qué se quejan de que la gente no lea los libros que compra?
Fabián Vique
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La hiena
La descripción de las hienas debe
hacerse rápidamente y casi como al pasar: triple juego de aullidos, olores
repelentes y manchas sombrías. La punta de plata se resiste, y fija a duras
penas la cabeza de mastín rollizo, las reminiscencias de cerdo y de tigre
envilecido, la línea en declive del cuerpo escurridizo, musculoso y rebajado.
Un momento. Hay que tomar también
algunas huellas esenciales del criminal: la hiena ataca en montonera a las
bestias solitarias, siempre en despoblado y con hocico repleto de colmillos. Su
ladrido espasmódico es modelo ejemplar de la carcajada nocturna que trastorna
el manicomio. Depravada y golosa, ama el fuerte sabor de las carnes pasadas, y
para asegurarse el triunfo en las filas amorosas, lleva un bolsillo de almizcle
corrompido entre piernas.
Antes de abandonar a este cerbero abominable del reino feroz, al necrófilo entusiasmado y cobarde, debemos hacer una aclaración necesaria: la hiena tiene admiradores y su apostolado no ha sido vano. Es tal el animal que más prosélitos ha logrado entre los hombres.
Juan José Arreola
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Amantes
Imposible ignorar la identidad de aquella mujer recostada sobre su pecho. Era su espsa, la madre de sus hijos, quién si no. Pero había regresado del sueño con tantos deseos de dar y recibir, que sucumbió a la fantasía más infame: pensó que era una desconocida y la estrechó cariñosamente entre sus brazos. Ella, envuelta aún en la resaca del sueño, no pudo sospechar que aquellos brazos dulces pertenecían a su marido. Nunca antes, reflexionaron cuando todo hubo acabado, habían sido tan infieles el uno al otro. El llanto de un niño, procedente de uma de las habitaciones contiguas, no hizo sino agrvar el sentimiento. Y no por amor, sino para repartirse la losa de la culpa, volvieron a abrazarse.
Francisco Rodríguez Criado
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El pasajero
Sólo aparece de noche, después de doblar la curva del hotel abandonado. No veo su rostro, pero sé que está en el asiento de atrás porque su silueta se refleja e el espejo retrovisor y su respiración apesta como una muela podrida. Jamás ha pronunciado palabra y cuando se va deja un rastro maloliente de niebla.
Ferando Iwasaki
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La cebra
La cebra toma en serio su visita
apariencia, y al saberse rayada se entigrece. Presa en su enrejado lustroso
vive en la cautividad galopante de una libertad mal entendida: “non serviam”,
declara con orgullo su indómito natural. Abandonando cualquier intento de
sujeción, el hombre quiso disolver el elemento indócil de la cebra, sometida a
viles experiencias de cruza con asnos y caballos. Todo en vano. Las rayas y la
condición arisca no se borran en cebrinos ni en cébrulas.
Con el onagro y el cuaga, la cebra se
complace invalidando la posesión humana del orden de los equinos. ¡Cuántos
hermanos del perro se nos quedaron ya para siempre, insumisos, con oficios de
lobo, de protelo y de coyote?
Limitémonos pues al contemplar s la
cebra. Nadie ha llevado a tales extremos la posibilidad de henchir
satisfactoriamente una piel. Golosas, las ciervas devoran llanuras de pasto africano, a
sabiendas de que ni el corcel árabe ni el pura sangre puede llegar a semejante
redondez de las ancas i a igual finura de cabos. Sólo el caballo przewalski modelo superviviente del arte rupestre, alude un poco al rigor formal de la
cebra.
Insatisfecha de su clara distinción
espacial, las cebras practican todavía su gusto sin límites por las variantes
individuales y no hay una sola que tenga las mismas rayas de la otra. Anónimas
y solípedas, pasean la enorme impronta digital que las distingue: todas las
cebras, paro cada una a su manera.
Es cierto que muchas cebras aceptan de
buen grado dar dos o tres vueltas en la pista del circo infantil. Pero no es
menos cierto también que, fieles al espíritu de la especie, lo hagan siguiendo
en principio de altiva ostentación.
Juan José Arreola
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La carta
San Juan, Puerto Rico
8 de marzo de 1947
Querida:
Como yo le desia antes de
venirme, aquí las cosas me vab vién. Desde que llegué eseguida incontré
trabajo. Me pagan 8 pesos la semana y con eo vivo como Don Pepe el
alministradol de la central de allá.
La ropa aquella que quedé de
mandale, no la he podido compral pues quiero buscarla en una de las tiendas
mejores. Digale a Petra que cuando valla por casa le boy a llevar un regalito
al nene de ella.
Boy a ver si me saco un
retrato un día de estos para mandáselo a uste.
El otro día vi a Felo el ijo
de la comaí María. El está travajando pero gana menos que yo.
Bueno recueldese de escrivirme
y cotarme todo lo que pasa por allá.
Au ijo que la quiere y le pide la bendision.
Juan
Después de firmar, dobló
cuidadosamente el papel ajado y lleno de borrones y se lo guardó en el bolsillo
de la camisa. Caminó hasta la estación de correos más próxima, y al llegar se
echó la gorra raída sobre la frente y se acuclilló en el umbral de una de las
puertas. Dobló la mano izquierda, fingiéndose manco, y extendió la derecha con
la palma hacia arriba.
Cuando reunió los cuatro centavos necesarios, compró el sobre y el sello y despachó la carta.
José Luis González
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El elefante
Viene desde el fondo de las edades y es
el último modelo terrestre de maquinaria pesada. Envuelto en su funda de lona.
Parece colosal porque está construido con puras células vivientes y dotadas de
inteligencia y memoria. Dentro de la acumulación material de su cuerpo, los
cinco sentidos funcionan como aparatos de precisión y nada se les escapa.
Aunque de pura vejez hereditaria son ahora calvos de nacimiento, la congelación
siberiana nos ha devuelto algunos ejemplares lanudos. ¿Cuántos años hace que
los elefantes perdieran el pelo? En vez de calcular, nos vamos todos al circo y
juguemos a ser los nietos del elefante, ese abuelo pueril que ahora se bambolea
al compás de una polka…
No. Mejor hablemos del marfil. Esa noble sustancia, dura y uniforme, que los paquidermos empujan secretamente con todo el peso de su cuerpo, como una material expresión de pensamiento. El marfil, que sale de cabeza y que desarrolla en el vacío dos curvas y despejadas estalactitas. En ellas, la paciente fantasía de los chinos ha labrado todos los sueños formales del elefante.
Juan José Arreola
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El dominio
Cuando descubrí que el dominio www.infierno.com no estaba registrado, pensé que había cometido algún error. Sin embargo, al teclear de nuevo la dirección comprobé que era verdad: no le pertenecía a nadie. Y así, por una suma insignificante me hice con el dominio del infierno. No había terminado de crear los contenidos del infierno cuando ya la página tenía cientos de miles de visitas y un número semejante de solicitudes de correos electrónicos con el nombre del usuario más @infierno.com. En menos de una semana las multinacionales más poderosas me ofrecieron publicidad y miles de portales de todo el mundo crearon enlaces directos con mi web, que según los mejores buscadores ya era uno de los diez sitios más visitados del ciberespacio. En medio de aquella orgía de éxitos recibí una oferta millonaria por mi página y la vendí sin pestañear, porque el dinero me interesaba mucho más que el dominio del infierno. Desde que hice aquel negocio no he dejado de viajar y de gozar por todos mis orificios, pero he entrado en el cibercafé de un hotel caribeño para visitar el infierno y el programa me dice que esa dirección no existe, Tecleo de nuevo www.infierno.com y la respuesta es la misma. Muerto de risa vuelvo a solicitar el dominio del infierno, preguntándome si la página me la habrían comprado los jesuitas o los del opus. No obstante, al día siguiente recibí un correo que me dejó perplejo: “Estimado cliente, de acuerdo con nuestros archivos su alma ya forma parte de nuestra base de datos. Reciba un cordial saludo”. El nombre del remitente era inverosímil.
Fernando Iwasaki
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Al incontable lector
Los veinticinco microrrelatos que integran este libro son combinaciones de cien palabras. Usted dirá, ¿y a quién le importa cuantas palabras tiene un texto? Yo le responderé que la exactitud es un mérito. Usted me replicará que quiere leer textos buenos, no textos exactos. Yo le señalaré que es difícil dictaminar la bondad o maldad de un texto, en cambio, es fácil contar la cantidad de palabras. Usted alegará que no quiere comprobar, que quiere leer. Yo le contestaré que entiendo su lógica, pero que nuestro dialogo debe terminar porque ya hemos empleado cien palabras.
Fabián Vique
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El oso
Entre la abierta hostilidad del lobo,
por ejemplo, y la abyecta sumisión del mono, que es capaz de sentarse en
familia a desayunar en nuestra mesa,
existe la cordial mesura del oso que baila y monta en bicicleta, pero que puede
excederse y triturarnos el brazo. Con él siempre es posible entablar amistad,
guardando las distancias, si es que no llevamos un panal en la mano. Como su
cabeza oscilante, el alma del oso vacila entre la esclavitud y la rebeldía.
Señal es la condición es el pelaje: si blanco, sanguinaria; si negro,
bondadosa, Por fortuna, el oso manifiesta sus diversos estados de ánimo con
todos los matices del gris y del pardo.
Quienes han encontrado un oso en el
bosque saben que al vernos se pone inmediatamente de pie, con ademán de
reconocimiento y saludo. (El resto de la entrevista depende exclusivamente de
nosotros.) Si se trata de mujeres, nada hay que temer, ya que el oso tiene por
ellas un respeto ancestral que delata claramente su condición de hombre
primitivo. Por mas adultos y atléticos que sean, conservan algo de bebé:
ninguna mujer se negaría a dar a luz un osito. En todo caso, las doncellas
siempre tienen en su alcoba, un peluche, como un feliz augurio de maternidad.
Confesémoslo: tenemos con ellos un común
pasado cavernícola. El oso de la espelunca es el más abundante de los fósiles,
y su distribución acompaña a todas las migraciones humanas de la prehistoria.
En nuestros días, la osera sigue siendo la más confortable de las habitaciones
feroces.
Latinos y germanos estuvieron de acuerdo en rendir culto al oso, bautizando con las derivaciones de su nombre (Ursus y Bera) una extensa serie de santos, de héroes y ciudades.
Juan José Arreola
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Historia fantástica
Cuenta Fray Jerónimo de Zúñiga,
capellán de la prisión del Buen Socorro, en Toledo, que el 7 de junio de 1691
un marinero natural de la Indias Occidentales, de nombre Pablillo Tonctón o
Tunctón, de raza negra, condenado al auto de fe por brujo y otros crímenes
contra Dios, se evadió de la cárcel y de ser quemado vivo pidiendo a sus
guardianes, tres días antes de marchar a la hoguera, una botella y los
elementos necesarios para construir un barco en miniatura encerrado dentro del
frasco. Loa guardianes, aunque el tiempo de vida que le quedaba al reo era tan
breve, accedieron a sus deseos. Al cabo de los tres días el diminuto navío
estaba terminado en el interior del vidrio. La mañana señalada para la ejecución
del auto de fe, cuando los del Santo Oficio entraron en la celda de Pablillo
Tonctón, la encontraron vacía lo mismo que la botella. Otros condenados que
guardaban su turno de morir afirmaron que la noche anterior habían oído un ruido
como de velas, chapoteo de remos y voces de mando.
Marco Denevi
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Cunita de tierra
Un día, el niño triste dijo que
tenía semillas en los dedos de sus manos, pero nadie las regó. Se escondió para
llorar su desdicha a la luz que entraba por los postigos de su incipiente
primavera.
Con el tiempo dejó de estar mustio.
Acurrucado, sobre sus rodillas, no le importó quedarse solo, con sus lágrimas.
Nadie supo cómo, pero cinco pétalos blancos afloraron en cada una de sus manos.
Entonces ya no se ocultó más. Clamó sus colores, porque ahora dormiría en su
cunita de tierra.
Francisco Montero Montero
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El Búho
Antes de devorarlas, el búho dirige
mentalmente a sus presas. Nunca se hace cargo de una rata entera si no se ha formado un previo concepto de cada una de sus partes. La actualidad del manjar
que se palpita en sus garras va haciéndose pasado en la conciencia y preludia
la operación analítica de un lento devenir intestinal. Estamos ante un caso de
profunda asimilación reflexiva.
Con la aguda penetración de sus garfios,
el búho aprehende directamente el objeto y desarrolla su peculiar teoría del
conocimiento. La cosa en sí (roedor, reptil o volátil) se le entrega no sabemos
cómo. Tal vez mediante el zarpazo invisible de una intuición momentánea: tal
vez gracias a una lógica espera, ya que siempre nos imaginamos el búho como un
sujeto inmóvil, introvertido y poca dado a las efusiones cinegéticas de
persecución o captura. ¿Quién puede asegurar que para las criaturas idóneas no
hay laberintos de sombra, silogismos oscuros que van a dar a la nada tras la
breve cláusula del pico? Comprende el búho que equivale a aceptar esta premisa.
Armonioso capitel de plumas trabadas que apoya una metáfora griega; siniestro reloj de sombra que marca en el espíritu una hora de brujería medieval: ésta es la imagen bifronte del ave que emprende el vuelo al atardecer y que es la mejor viñeta para los libros de filosofía occidental.
Juan José Arreola
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Ellos nos controlan
Mi hermano nunca rezaba ni quería ir
a misa, porque decía que Dios no existía, que cada uno creaba sus propios dioses
y que él ya tenía los suyos. Mamá le pegaba y lo castigaba y entonces él los llamaba
y conversaba con ellos. ¿Por qué haces eso?, quería saber, y él contestaba muy
serio que eran ellos quienes se lo ordenaban y que si deseaba irse de casa
tenía que obedecerles en todo. ¿Pero tú no los has creado?, le pregunté. Entonces
me dijo que sí, que los había creado, pero que ya no podía controlarlos porque
los dioses siempre te chantajean con su paraíso. Hasta que un día se lo
llevaron y no apareció nunca más. Papá se emborracha y mamá reza, mas yo sé que
rezar es inútil. Lo que yo quiero es inventar unos dioses que me devuelvan a mi
hermano y no me obliguen a rezar. Lo de rezar no es posible, pero han prometido
llevarme con él.
Fernando Iwasaki
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Después del juicio
Después del juicio final, el
viaje al cielo y al infierno se hace en contingentes, de acuerdo a ocupaciones,
afinidades, aficiones, y otras normas de agrupación. En un minibús van los ex
jurados de concursos de microcuentos. Como han salido airosos del
interrogatorio, van cantando, contando historias, felices de tener la
eternidad por delante. Al llegar al Destino, son ingresados en un inmenso
salón blanco, alumbrado por el Sol. Los recibe Dios en persona, con una amplia
sonrisa bordada por su larga barba. Y dice Dios: Pero si aquí llegan mis
queridos miembros del Jurado, cómo la lleváis, amigos? Como os han contado en
el Juicio, habéis sido bondadosos en vida. Habéis dado sobradas pruebas de
generosidad, de amistad, de amplitud de miras y de otras muchas humanas cualidades.
Habéis actuado con probidad, con sinceridad, con total honestidad.
Sin embargo, amigos, no se os ha anunciado que habéis cometido un pecadillo: una especial y obsesiva predilección por los finales sorpresivos, y sabido es (aquí se sabe), que el final sorpresivo está más cerca del vicio que de la virtud. Más cerca del engaño que de la iluminación. Quizá no lo veáis así, y lo respeto, la literatura es materia opinable. Pero aquí la ley es una sola: darle a cada quien su propia medicina. Por eso debo deciros, mis queridos miembros del jurado, que nos soy Dios, soy Satanás.
Fabián Vique
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Las muertes de Wilbor Wagner
¿Qué pasaría si alguien llama a la
puerta de tu casa y resulta que la persona que llama desde el exterior eres tú,
que estás dentro?
Eso fue lo que le pasó a Wilbor
Wagner una gélida noche de invierno se 1898, en Junean, en el estado de Alaska.
Estaba en bata en el cálido salón de su casa, sentado gozoso en la mecedora
mientras afilaba los cuchillos de caza, cuando sintió que alguien llamaba a la
puerta. Al abrir, como se ha dicho ya, Wilbor descubrió que era él, el propio
Wilbor, quien estaba en el umbral tiritando, precariamente vestido, con restos
de nieve sobre los hombros, los viejos zapatos y el gorro de piel. Su
desconsolado abrigo presentaba tantos agujeros como un queso de Gruyere; era
como si el fiero viento de los últimos días se lo hubiera comido a dentelladas.
Seguramente uno de esos buscadores de oro, un fracasado, pensó Wilbor de Wilbor
al tiempo que el segundo se frotaba las manos avejentadas por el frío en un
intento de entrar en calor.
Wilbor, incorregible egoísta, denegó
al pobre Wildor la menor hospitalidad aun a sabiendas de que eran la misma
persona. Por más que insistió el humilde Wildor en que le permitiera pasar la
noche bajo techo, o que al menos le diera un tazón de caldo caliente que echarse al estómago, el altanero y
cicatero Wilbor se negó en rotundo. Después de despacharle sin el menor
miramiento –lo hizo con energía pero con suma tranquilidad, ni siquiera se
sacó las manos de los bolsillos de la bata-, Wilbor regresó a su mecedora
mientras Wilbor, la cabeza gacha y el hatillo a la espalda, enfilaba el camino
de El Sedero de los Ciervos en dirección a la iglesia de san Miguel. Allí a lo
mejor podrían socorrerle. No tuvo suerte: minutos después, Wibor caía exhausto
y aterido sobre la nieve para no levantarse nunca más. Alguien que pasaba por
la zona, al ver el cadáver, se hizo una señal en la frente en forma de cruz y siguió su camino.
Cuando la asistenta regresó a la
mañana siguiente a la casa de Wilbor Wagner, encontró a su patrón muerto en la
alfombra del cálido salón. El doctor Joel Fleischman dictaminó que el señor Wilbor
Wagner había muerto de frío junto a la chimenea encendida,
Francisco Rodríguez Criado
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La indignación del chancho
Al Gualo le gustaban las sandías. A ‘Mordiscón’ el chancho que estaban engordando en su casa para matar en
mayo, también. Después del almuerzo al Gualo lo mandaban con los restos de comida
al chancho. Cuando llegaba al chiquero vaciaba dentro el balde con las sobras,
pero antes sacaba las cáscaras de las sandías, y allí mismo se daba un festín,
ante la mirada indignada del chancho.
Ernesto Bustos Garrido
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El Avestruz
A grito pelado, como un órgano profano,
el cuello del avestruz proclama a los cuatro vientos la desnudez radical de la
carne ataviada. (Carente de espíritu a más no poder, emprende luego con todo su
cuerpo una serie de variaciones procaces sobre el tema del pudor y la
vergüenza.)
Más de pollo, polluelo gigantesco entre
pañales. El mejor empleo sin duda para la falda más corta y el escote más bajo.
Aunque siempre está a medio vestir, el avestruz prodiga sus harapos a toda gala
superflua, y ha pasado de moda sólo en apariencia. Si sus plumas “ya no se
llevan” las damas elegantes visten de buena gana su inopia con virtudes y
perifollos de avestruz: el ave que se le engalana pero que siempre deja la
íntima fealdad al descubierto. Llegado el caso, si no se esconde la cabeza,
cierra por lo menos los ojos “a lo que venga”. Con sin igual desparpajo lucen
su liviandad de criterios y engullen cuanto se les ofrece a la vista,
entregando el consumo al azar de una buena conciencia digestiva.
Destartalando, sensual y arrogante, el avestruz representa el mejor fracaso del garbo, moviéndose siempre con descaro, en una apetitosa danza macabra. No puede extrañarnos entonces que los expertos jueces del Santo Oficio idearan el pasatiempo o vejamen de emplumar mujeres indecentes para sacarlas desnudas a la plaza.
Juan José Arreola
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